La satisfacción verdadera viene sólo cuando finalmente
decido vivir en coherencia con mis principios y valores, con mi esencia. Ser lo
que sé que soy, amar a los demás como son, estar atento a las necesidades del
ahora.
La satisfacción significa que ya no me atasco más con
pensamientos acerca de los demás. Permanezco más allá del miedo, de los deseos
y las pretensiones, disfruto de la verdadera alegría.
Olvidarme de mi singularidad, de mi naturaleza única, crea
falta de propósito y significado. Estar apegado a mi singularidad crea
arrogancia que cancela la benevolencia. El universo reconoce mi contribución
única a la vida. Yo también debería hacerlo.
Si les pido a los demás que me muestren amor y respeto, lo
que he de hacer es hacerme digno de recibir amor y respeto. Si espero que los
demás sean virtuosos y comprensivos, lo que he de hacer es convertirme en lo
que quiero que sean los demás. Si tengo la expectativa de que los demás me den
lo mejor de sí, lo que he de hacer es aceptar lo que sea que me den y empezar a
partir de ahí. Si me agarro a los demás convencido de que ellos son la fuente
de mi felicidad, lo que he de hacer es soltar estos apoyos adictivos. Ser
libre.
He de aprender a:
ConvertirmeCambiar
Aceptar
Soltar
Entonces experimento el amor.
Cuando la mente está calmada, silenciosa, desapegada,
entonces los pensamientos se convierten en hilos que se entrelazan con Dios.
Estar combinado con Dios nos crea una conciencia más allá de la materia, del
tiempo, incluso de los pensamientos. Ahí experimentamos la dicha y la
satisfacción ilimitadas.
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