Cada acción que realizamos, cada palabra que pronunciamos, todo lo que generamos en nuestra conciencia, incluso cada pensamiento que creamos, son como semillas que plantamos y que producirán fruto, tarde o temprano.
Cuanto más experimentamos con este principio y más observamos su funcionamiento, más secretos sutiles descubrimos.
Por ejemplo, cuando alguien critica a otros o esparce sus errores en conversaciones, generalmente piensa que lo que está diciendo es sensato y correcto. Sin embargo, de acuerdo a la poderosa ley del Karma, si hoy difamo a alguien, otra persona me difamará a mí mañana. La energía negativa de la crítica y la difamación se esparce a gran velocidad, al igual que los gérmenes de una enfermedad. Y finalmente, al igual que el eco, esa energía retorna a quien la ha generado.
Una cosa es hablar del error que alguien ha cometido con la intención de ayudarle, con buenos deseos, en el momento adecuado y con las personas adecuadas. La intención es clave. Si la intención es benevolente, los sentimientos y las palabras serán precisos.
El arte de permanecer en un estado de bienestar espiritual constante es incompatible, con frecuencia, con hacer lo que a uno le apetece. Hacer lo que apetece sólo genera bienestar temporal, pero no podemos evitar la influencia sutil del retorno de lo que hacemos. En cambio, cuando cuidamos la intención y los sentimientos detrás de todo lo que hacemos, nos aseguraremos de que nuestras palabras y acciones sean precisas, y se basen en buenos deseos y sentimientos de beneficio hacia los demás. De lo contrario, estos errores sutiles son un obstáculo en que consigamos un estado elevado y positivo de conciencia.
Ser cuidadosos y atentos con la ley del Karma es el método para convertirnos en la personificación de la satisfacción.
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